CARMEN, NADA DE NADIE. Una brisa sin aire.

Carmen Díez de Rivera, primera mujer jefa de un gabinete de comunicación de la Presidencia del Gobierno, relata sobre el escenario cómo fueron aquellos meses de arduo trabajo político, durante la Transición, encaminados a legalizar al Partido Comunista de España desde el Gobierno de Adolfo Suárez y con el apoyo del, hoy emérito, Rey Juan Carlos.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Carmen, nada de nadie» que, con texto de  Francisco M. Justo Tallón y Miguel Pérez García, dirección de Fernando Soto y protagonizada por Mónica López, nosotros hemos podido ver en la Sala Margarita Xirgu, del Teatro Español, en Madrid.

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En 1972, unos años antes de que Carmen Díez llegase a llevar los mandos del gabinete de comunicación del Gobierno de Suárez, entre 1976 y 1977, cantaba Cecilia aquello de «nada de ti, nada de mí, una brisa sin aire soy yo, nada de nadie» tal vez para hablar del desapego, del vacío, de un amor no correspondido. Podríamos encontrar un paralelismo con la letra de esta canción y con uno de los momentos que se desgranan en la obra «Carmen, nada de nadie» pues Carmen Díez de Rivera vería frustrado su sueño de casarse con el hijo de Ramón Serrano Suñer al enterarse, por una tía suya, de que esa boda sería imposible dado que su proyecto de marido era, en realidad,  (aviso a navegantes, se viene mega-spoiler) su hermano: Carmen Díez había sido fruto de una relación entre su madre y el mismísimo (y cuñadísimo) Serrano Suñer (uno de los más de treinta cargos del franquismo que serían imputados en el año 2008 por el juez Baltasar Garzón en la Audiencia Nacional por los delitos de detención ilegal y crímenes contra la Humanidad cometidos durante la Guerra Civil española y durante el primer franquismo. Sorpresa de ironía democrática y judicial: no llegaría a ser procesado al haber fallecido en el año 2003).

Criada en un ambiente de marquesado, de aristócratas en la España tardo franquista, el relato de Carmen Díez podría haber sido el de la relación de ella con el hijo de Serrano Suñer y, casi a modo de lo que hace Martin Amis en «La zona de interés», hablarnos desde el punto de vista de dos tortolitos viviendo en una España dictatorial que para ellos no debió ser dura sino piadosa y benévola por mucho que se dé a entender que el carácter de Carmen Díez era el de una «reformista» y un espíritu libre en clara oposición a su condición de privilegiada.  Es de este episodio del que habla el libro «Lo que escondían sus ojos«, de Nieves Herrero  a quien, si bien no posee la prosa de Amis, hay que reconocerle el mérito de situar su historia en esa parte «glamurosa» de una España en la que la mayoría de la población se moría de hambre, en la miseria, encarcelada, sin libertades.

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La figura de Carmen Díez de Rivera resulta atractiva porque para los conservadores era una «comunista» y para la izquierda una «privilegiada de clase». Su historia, ergo, se podría relatar desde ambos lugares. Aquí, en la presente obra, el foco se sitúa en la semblanza de la «musa de la transición» (así acuñada por Francisco Umbral) y en particular en las negociaciones, conversaciones y juegos de cintura de Carmen para lograr que, con la ayuda del Rey Juan Carlos como mediador, el Gobierno de Suárez posibilitase la legalización del Partido Comunista Español (una auténtica audacia y conversión para la hija de un Marqués y de una familia pro régimen franquista que pasaría por meterse a monja un tiempo en un convento de clausura en Arenas de San Pedro (Ávila)  o por viajar a Costa de Marfil en calidad de «misionera»).

Por desgracia, el personaje que vemos en este montaje teatral resulta bastante escorado hacia el del retrato parcial de una mujer idealizada como luchadora, valiente, arriesgada, cuyas actitudes parecen conducir o devenir, exclusivamente, en una única lectura: movió Roma con Santiago para enfrentarse a un estatus socio-político impenetrable y cerrado a las reformas. Bueno, ser hija de quien era, ayudó. Ser amiga íntima del Rey, ayudó. Afirmar que se rebeló contra sus propios privilegios de clase parece un tanto naif y pazguato. Digamos que les sacó provecho y listo. Que la palabra «rebelarse» tiene otras connotaciones y más en una España que aún tenía un pie dentro del medievo moral. Cuántos operadores y contingencias se habrían de dar, tal vez en la sombra, para que Carmen Díez llegase a ser nombrada jefa del Gabinete de Suárez. La mano alargada del Rey, estaba ahí.

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La narración avanza ágil, fluye bien y se deja ver sin demasiadas estridencias porque Mónica López tiene solvencia y resulta eficaz aunque ni el texto ni el resto de interpretaciones resulten igualmente equilibradas.

La historia de sus meses de trabajo como jefa del gabinete de comunicación del Gobierno de Adolfo Suárez se acompaña de otros momentos que nos acercan a la relación de Carmen Díez con su madre, Sonsoles de Icaza, Marquesa de Llanzol y musa de Balenciaga. (Qué esplendor: la madre musa de Balenciaga y la hija musa de la transición; para el resto de la población, musarañas).

El juego de introducir píldoras de la relación madre-hija suponemos que tiene que ver con esa rumorología que dice que Carmen apodaba a su madre como «Cruela de vil» (oh, qué espanto) y que nunca le perdonó el haberle ocultado la verdad: que era hija de Serrano Suñer y no del Marqués de Llanzol. El drama, a ojos de la sociedad del presente, no debería ser el de un adulterio, obviamente, sino el de ser consciente de que tu padre era un filo nazi y un criminal de guerra. 

Nos interesa poco y menos la interpretación de Ana Fernández en un papel que bien podría haber salido de esa nefasta miniserie que fue la adaptación de la novela «Lo que escondían sus ojos»; sus maneras son tan sofisticadas como descafeinadas y, a su vez, nos ofrecen la imagen de una mujer cuya historia parece difícil de suavizar aunque se vista con trajes elegantes. Los papeles del Rey Juan Carlos (cómo de mal ha envejecido la figura del Emérito con el paso del tiempo y sus actos) y de Adolfo Suárez funcionan a modo de meros interlocutores reducidos a momentos nada brillantes o destacables todo en aras de que se subrayen la vehemencia y el arrojo del personaje recreado de Carmen Díez.

Las texturas de la pieza, ensartada en el melodrama con ribetes de biografía/hagiografía (aquí la santidad reside en el aura de Díez), dejan un sabor de extrañeza, de un capítulo pasable de «Cuéntame», de un trozo de la historia de España incompleto, dulcificado, zaherido por el brillo de tanta luz sobre la figura de una heroína que, tal vez, solo tal vez, no lo fue tanto a la hora de enfrentarse a la moral de una época. En definitiva: una lluvia que llueve, una palabra vacía en un poema, una brisa sin aire.

 

CARMEN, NADA DE NADIE

PUNTUACIÓN:  2 CABALLOS y 1 PONI (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes gusten de revisitaciones de momentos puntuales de la historia de la Transición Española.

Se bajarán a este caballo: Quienes encuentren sombras entre tantas luces.

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FICHA ARTÍSTICA

Dramaturgia Francisco M. Justo Tallón y Miguel Pérez García

Dirección Fernando Soto

Con Mónica López, Oriol Tarrasón, Ana Fernández y Víctor Massán

Diseño de iluminación Juanjo Llorens

Diseño de espacio escénico Beatriz Sanjuan

Diseño de sonido Sergio Sánchez

Diseño de videoescena Elvira Ruiz

Diseño de vestuario Paola de Diego

Una producción de Teatro Español y Tablas y más tablas

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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