UN PERAL ENTRA POR LA VENTANA. Pidiéndole peras al olmo

Héctor ha decidido hacerse cargo de dar cobijo a unos refugiados. Usará para ello la casa familiar con finca que él mismo y su pareja, Julia, han estado cuidando durante un tiempo. El problema es que la casa pertenece a la madre de Héctor que, por mucho que sea una mujer de pasado comunista, nadie sabe cómo podrá reaccionar.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Un peral entra por la ventana» que, escrita y dirigida por Marcos Fernández Alonso, nosotros pudimos ver en la sala Lola Membrives del Teatro Lara, en Madrid.

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Dice el maestro Lao Tzu:

“Cuando dejo ir lo que soy, me convierto en lo que podría ser. Cuando dejo ir lo que tengo, recibo lo que necesito”. 

No es moco de pavo esta reflexión si nos situamos en las relaciones familiares y más en particular en las que se cuecen en la presente obra entre madre e hijos. Uno de ellos, Héctor, parece frustrado ante la falta de emancipación que le correspondería por su edad. Cierto es que vive con su pareja, Julia, y que ambos trabajan en el tercer sector, en ayuda a la cooperación y similares, pero también es cierto que viven en la casa familiar fuera de la ciudad que la madre de Héctor no está ocupando. He ahí el encontronazo generacional: el hijo que no quiere depender de una madre fuerte, temperamental, mucho más independiente que él y que, al mismo tiempo, se reconoce a sí mismo varado en una relación de dependencia, muy lejos de poder gobernar una vida de pareja, un trabajo, un futuro, en el que su madre solo ejerza de madre y no de mecenas. Todo lo que atañe a Héctor nos recuerda a la fábula de la zorra y las uvas de Esopo. En la mencionada fábula una zorra quiere tratar de alcanzar un ramillete de uvas frescas porque está sedienta. Se pone de puntillas y se estira todo lo que puede, pero no alcanza las uvas. Pese a todo, toma impulso y salta y brinca una y otra vez aunque no llega a tocar las uvas en ninguna ocasión. Cansada de intentarlo, exhausta, se retira pensando en voz alta: «Qué tonta soy. A ver, las uvas estaban verdes. No se pueden comer. De todas formas, ¡para qué las quería! Y se larga de allí.

Esta es un poco, en la trama, la actitud del personaje de Héctor, uno de los hijos: trasladar la culpa a los demás por aquello que uno no puede alcanzar. Su frustración recala en niveles que van in crescendo y que facilitan que la escalada con su madre se desate, eso sí, sin demasiados aspavientos, hay que decirlo, porque el tono de humor un tanto ingenuo suaviza cualquier posibilidad de lo trágico. Héctor es el anti héroe que lucha por los derechos de los demás, de los más vulnerables junto a su pareja Julia y parece hacerlo con convicción hasta que, en un balance existencial, se auto-interroga acerca de si esa es la vida que desea, más aún cuando ve peligrar su relación de pareja por un romance que, debemos decirlo, huele a recurso forzado dentro de la historia. Es en ese momento, en la parte de auto interrogatorio consciente o inconsciente que se despierta en Héctor, el momento en que atisbamos cierta carga de profundidad, solo cierta, pues prima el tono de comedia ligera con un texto que no termina de brillar y cuyas mejores embestidas se observan en pequeños fragmentos en los que el papel de la madre destaca algo más sobre el resto de personajes, bastante más planos y poco interesantes.

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Todo ocurre en un mismo espacio y en un mismo tiempo que parece discurrir en las 24 horas de una comida familiar en una casa con finca. No hay saltos temporales, ni intra-historias (más allá del romance del hermano de Héctor con su cuñada o la del peral que entra por la ventana). Tampoco los diálogos quedan enriquecidos por otras capas que impriman a la historia una mayor complejidad. Lo del personaje del hermano de Héctor que se dedica a la magia resulta cuanto menos antinatural (más si cabe en los momentos en los que el tiempo parece detenerse) dentro de una pieza articulada desde lo natural y lo contempumbrista (déjennos jugar con los neologismos; este nos lo acabamos de inventar: una mezcla entre contemporáneo y costumbrista, claro).

Todo está pensado a modo de propuesta que ancle en una estructura bien sencilla, delimitada desde el menos es más y como recipiente/continente idóneo susceptible de admitir un buen número de guiños harto superficiales en torno a lo político (nótese Carl Marx), sin digresiones, sin mucha más carnaza. Convencerá a quienes gusten de relatos poco poliédricos, no quieran pensar demasiado y disfruten con las gracias que surgen de frases repetidas, tonos de voz, diferencias intergeneracionales o choques dialógicos entre madre e hijo con nuera de por medio.

En el apartado escénico, sin mucho comentario. De la necesidad, virtud, que no es baladí: unas sillas y una mesa y una falsa parra bajo la que la reunión tiene lugar, en la casa de campo. Mientras, en el capítulo de las interpretaciones destacaremos el papel de la madre que encarna la actriz María Segalerva. Es este el único perfil que sobresale por su texto, sus peculiaridades y potencial en la pieza. Nos ha movido, en algunos momentos, a la comicidad fruto de las partes de texto más repletas de guiños y agilidad (sobre todo cuando habla de los tomates o pone sentido común frente a la mirada ecologista del hijo y la nuera). Es el personaje más equilibrado dentro del alambre aunque su epílogo final, que intuimos pivota en torno a la soledad no deseada del nido vacío, en torno a la madre empoderada que teme quedarse sin la compañía de sus hijos, posee un incoherente aroma Chejoviano que descarrila del resto de la historia que siempre discurrió por unos rieles más próximos a un Jardiel Poncela que a un Chéjov.

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«Un peral entra por la ventana» podría ser leída como la historia de un joven, no tan joven, que se ha dado cuenta de que construyó su casa por el tejado; podría ser la historia de alguien que se ha percatado de que madurar es también saber abandonar la perversidad polimorfa cuando ya has cumplido los cuarenta tacos. Sí.

«Un peral entra por la ventana» podría ser la fábula de quien ha asumido que aprender a salvarse a sí mismo, antes que a los demás, es un síntoma de buen pronóstico puesto que indica que uno se ha caído, por fin, del caballo. Podría ser, pero, no lo fue dado que este peral, a nosotros, nos recordó más a un olmo al que ya saben lo que aconseja el refranero.

UN PERAL ENTRA POR LA VENTANA

PUNTUACIÓN:  2 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Los/as amantes de las comedias ligeras con toque de relaciones familiares.

Se bajarán a este caballo: Quienes busquen a Chejov en los enredos más propios de un Jardiel Poncela.

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FICHA ARTÍSTICA

Autor y director: Marcos Fernández Alonso.

Reparto
Antonio Romero
María Segalerva
Maya Reyes
Marcos Fernández

Luces
Juanjo Hernández y Juan José Medinilla
Vestuario y escenografía
Itziar Hernando

Compañía
Nueve Norte

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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