Una actriz ensaya su homenaje a la cantante Mina para un próximo estreno en una sala que es también un bar y que está a punto de inaugurar. Le acompaña un director de escena que insiste en encontrar la esencia del personaje en lo que está más allá de las palabras, o sea, en los gestos.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Los gestos» que, con texto y dirección de Pablo Messiez, nosotros pudimos ver en la sala principal del Teatro Valle-Inclán, sede del Centro Dramático Nacional, en Madrid.

¿Habéis oído hablar de la historia de la hormiga y el ciempiés? No, no es una fábula de Esopo. Es un pequeño cuento que relata el encuentro entre una hormiga y un ciempiés. La hormiga, al ver al señor ciempiés (puede ser también la señora ciempiés, claro), le saluda y le pregunta algo que siempre ha querido saber: ¿cómo logra el ciempiés coordinar el movimiento de tal número de pies sin perder la compostura? El ciempiés sonríe y le responde: «Bueno, no es algo en lo que piense demasiado». Entonces, la hormiga, muy educada, se despide y se marcha, pero, sí, el señor o la señora ciempiés se queda allí parado. Varado. Paralizado al pensar en cómo volver a mover sus cien pies al unísono.
La historia es una metáfora en torno a ese aforismo que dice: cuando la atención se divide, la ejecución se resiente. El ciempiés se ha quedado paralizado al poner atención, al situar el foco, sobre algo en lo que no acostumbraba a prestar atención. ¿Pensamos acaso cuando estamos respirando en cómo lo estamos haciendo? ¿Cuando tragamos saliva? La parálisis por análisis, obviamente. Esto nos servirá para apuntalar una idea semejante con relación a la obra «los gestos», en la que sus personajes parecen colapsar ante la idea de fijarse en lo que va más allá de lo verbal. Cuando tratan de observar sus propias gestualidades, terminan implosionando o quedándose varados, de algún modo, en una especie de bucle, de código adscrito a la repetición.
El ejercicio meta-teatral, que en escena está muy visto y ofrece no demasiadas posibilidades dramatúrgicas, logra ir un paso por delante y constreñirse más todavía en el último texto y dirección de Pablo Messiez. ¿De qué modo?: situando en el foco principal a los elementos de lo gestual, de la reflexión alrededor de la mímesis en un trabajo sobre-intelectualizado que ofrecerá el mínimo espacio posible a una historia penetrable, emocionante o edificante por mucho que trate de rebajarse, con algunos «guiños» suavizadores, toda la propensión hacia la exuberancia de la abstracción. De ahí que flote en el ambiente, durante toda la función, un reconocible idioma/aroma que se sostendría bien en un ensayo, en una tesis o en una poesía, pero que se hace ininteligible, inenarrable, en el mal sentido de la palabra, en su condición de pieza teatral.

Nos preguntamos, a menudo, qué aflige a los personajes que vemos en escena: ¿La extinción de sus gestos? ¿La pérdida de la memoria de uno mismo al identificar sus propios gestos como meras imitaciones, repeticiones? ¿Un malestar que obedece al tempus fugit? ¿La lucha por lograr mantener y apuntalar sus individualidades? Bien, pues todas y cada una de estas preguntas (que nosotros mismos nos hacemos) nos terminan resultando veleidosas, ridículas, naderías insignificantes; simples rellenos de intelectualidad alambicada (no en su acepción de «sutil» sino de «rebuscada»).
¿De qué va toda esta historia? ¿Por qué no logra detonar, en ningún momento, alguna emoción que no se mueva de la indiferencia? De acuerdo, el autor ha leído a Didi Huberman, a Agamben, a Deleuze, (y a muchos más, sin duda), admira probablemente a Mina (o eso especulamos) y habla de sí mismo, camuflado en el actor que interpreta al director en la pieza sin ocultar sus elucubraciones sobre el arte, sobre el tiempo que relampaguea, zigzaguea y parpadea, pero no hallamos una historia que rastrear y que nos convoque con la intriga, la emoción, el suspense, el drama, la comedia, etcétera. Solo un tratado pseudo/sesudo filosófico, intrincado, con aspavientos de erudición que termina en totum revolutum o batiburrillo, que diría un desconocedor del latín.
Los personajes habitan la escena condenados a tratar de profundizar en un texto difícilmente representable. La apuesta por la indagación es arriesgada y no sale bien; la obra de arte, citando a Deleuze, aparece como experimentación. Una experimentación que no rehuye, pero sí diluye, en este caso, la sensibilidad y deviene en artefacto estético sin pulpa y reducido a hueso.
Termina aburriendo sobremanera ver una y otra vez al personaje del pianista entrar en la escena como un Bill Murray en «Groundhog Day«. No sentimos que sea un acierto. Uno podría pensar que cuando llegue la escena en la que el muchacho toca el piano, nos atravesará un arrebato tipo clímax con la mujer mayor en escena performando una danza enajenada. Pues no. No sucede. Al contrario, todo termina por resultar tan hipertrofiadamente estilizado que suena rimbombante, pomposo, campanudo (igual que esta crítica les sonará a muchos/as, sí).

Otro de los personajes, el del chico que no sabemos de dónde llega (ni a dónde va) y que interpreta Nacho Sánchez provoca el mismo efecto con todo el corolario desplegado de gestualidad calculada, impostada, forzada. Entendemos que debe transmitirnos una idea de anacronía, de lo intempestivo, de lo fantasmático (phantasmata que diría Agamben), de lo autopoietico, pero su deambular es tan errático y fallido como el del resto de los personajes que pueblan «Los gestos». El personaje del director se nos presenta plano. Sin interés alguno. Así como el de la mujer mayor que no parece encontrar un lugar en escena que resulte coherente.
Si el arte debe salir de su ensimismamiento estético, en esta propuesta nos toparemos con el imperio de una estética durmiente que, al final, es también un reflejo de una sociedad (teatral) en duermevela o en fase hipnagógica (a la que le deseamos su estallido hipnopómpico).

Por suerte, el montaje deja algunos espacios libres de la burbuja de existencialismo con alguna dosis de humor encarnado, particularmente, por el personaje que interpreta Fernanda Orazi. Digamos que es este el islote en el que recalar dentro de esta mar confusa en la escala de Douglas; el asidero al que agarrarse en medio del fárrago, del caos, del flujo constante de reflexiones en torno al yo fragmentado, en torno a cómo decir (o maldecir) la imagen (que no lo imaginado), en torno a la comprensión que se queda en presentimiento.
Un acierto para el diseño de la escenografía a cargo de Mariana Tirantte que nos seduce con un lugar a caballo entre lo real y la ensoñación con grandes ventanales semicirculares desde los que se observa la ciudad de Roma con alguna de sus cúpulas.
A lo mejor, asistiendo al espectáculo en repetidas ocasiones se puedan captar otras coordenadas que han pasado de largo en nuestro radar. Quién sabe. Que el asunto de los gestos sea objeto interesante de análisis, ya dependerá de la mente de cada observador. En todo caso, frente a «Los gestos» bien podríamos decantarnos por una de las dos opciones que la cantante Mina definía en una de sus canciones más populares: ¿estamos ante una «falsedad bien ensayada» o ante un «estudiado simulacro»? (Ambas opciones resultan muy similares, ¿no?) Por desgracia, no creemos que, aquí, se pueda encontrar «puro teatro».
LOS GESTOS
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes lean a Agamben o Deleuze en sus horas muertas (o vivas).
Se bajarán a este caballo: Quienes, ante tal propuesta, solo encuentren un claro gesto: el de la perplejidad.
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FICHA ARTÍSTICA
Texto y dirección
Pablo Messiez
Reparto
Elena Córdoba, Manuel Egozkue, Fernanda Orazi, Nacho Sánchez y Emilio Tomé
Escenografía
Mariana Tirantte
Iluminación
Carlos Marquerie
Vestuario
Cecilia Molano
Coreografía
Elena Córdoba
Espacio sonoro
Lorena Álvarez y Óscar G. Villegas
Vídeo
David Benito
Ayudante de dirección
Alicia Calôt, Laura Garmo
Ayudante de escenografía
Paula Castellano
Ayudante de iluminación
Irene Cantero
Ayudante de vestuario
Carmen Flores
Estudiante en prácticas
Vicente Villó
Fotografía
Luz Soria
Tráiler
Bárbara Sánchez Palomero
Diseño de cartel
Equipo SOPA
Producción
Centro Dramático Nacional y Teatro Kamikaze
Con la colaboración de
Real Academia de España en Roma.
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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