El cuerpo de baile de la compañía Cloud Gate Dance Theatre recrea, en escena, las memorias de la infancia del creador de la propuesta, Cheng Tsung-lung en un despliegue de danza híbrida entre tradición y modernidad.
Esta podría ser una suerte de sinopsis del espectáculo «13 tongues» que nosotros pudimos ver en la Sala Roja de los Teatros del Canal.

Nada habíamos oído hablar de la compañía taiwanesa Cloud Gate Dance Theater hasta que leímos sobre ella en la programación de la cartelera madrileña. Todo lo que se podía leer al respecto eran palabras de relumbrón y eso, ya es sabido, eleva a menudo el delicado asunto de las expectativas. Las nuestras eran altas y no se cumplieron en absoluto.
Por un lado, teníamos el siguiente sustrato del director de la propuesta: llevar a la escena, mediante las coreografías y la danza, el universo cuasi legendario de las memorias de un cuenta cuentos del que su madre le hablaba cuando era un niño. Un cuenta cuentos que era capaz de evocar infinidad de historias y traerlas a la vida por medio de su poderoso don con la palabra. A esta persona se le reconocía bajo el nombre de «13 tongues» (o trece lenguas). Ese fue el disparadero de las ideas de esta fábula llevada a la danza contemporánea y rellenada de tal cantidad de conceptualizaciones que termina por llegar al peor lugar posible: el de no encontrarnos en ella ni un pellizco de emoción. Y eso que en los programas de mano y entrevistas que hemos leído, todo parecía tener sentido.

Se nos habla de la reunión y la confluencia, en esta propuesta, del folclore taiwanés, de su capital, Taipei, de la influencia del taoísmo, del arte de la caligrafía, de cantos chinos tradicionales hermanados con la música electrónica y se nos pone la miel en los labios pensando que el encaje parece tener sentido y, dentro del universo postmodernista, todo esto alcanzará un resultado satisfactorio, pero, a la media hora de comenzar el espectáculo (que no se prolongará más de setenta minutos), sentimos que nada de lo que esperábamos está sucediendo: nuestra atención está puesta en los pulsátiles, que no soberbios, movimientos de las coreografías y acaba dividida entre ejecuciones que los diferentes bailarines no terminan de empastar. «Tal vez se trate de eso», pensamos. ¿Acaso hemos venido buscando una épica que nos recuerde a Pina Bausch? Culpa nuestra. Nos mentalizamos para comprehender que en escena se hace un relato que trata de ponernos ante una cultura rica en dioses, en héroes, en leyendas, en ritos y sentimos, permítasenos la boutade, que eso está mucho mejor contado en cualquier película de «Kung Fu panda«.

¿Qué dicen los caracteres que se proyectan en pantalla? ¿Qué contienen las letras de los cantos que escuchamos a los propios bailarines? ¿Hablan de carpas Koi, de la muerte, de una festividad taiwanesa, de la caña de azúcar, de alguna leyenda o cuento popular de Taipei? Ni idea. Mejor ni conjeturar porque hay que hacerse cargo de lo que está pasando en escena. Y en escena la emoción no llega hasta nosotros en el patio de butacas pese a los vistosos colores del diseño artístico en franco contraste con la sobriedad de la indumentaria de negro que visten los bailarines en algunos momentos; no llega pese a todos los movimientos calculados que bien podrían asimilarse con las cacofonías de las melodías que oímos. ¿Hay un trabajo pensado desde un esquema de anticlímax? Nos lo llegaremos a preguntar en varias ocasiones. Tomemos como ejemplo uno de los momentos más icónicos de la propuesta: el que tiene relación con los movimientos de una enorme carpa que aparece en una pantalla gigante hacia el tramo final de la pieza. No sentimos que sean contingentes con lo que hacen, simultáneamente en escena, los bailarines pues no siguen su rastro e impronta cadenciosa y, al contrario, parecen un tanto ajenos.

La presencia esotérica de la fe de la que habla el director de la propuesta en los programas de mano tal vez se pueda encontrar en los cánticos y las campanas, claro, pero al final es una idea tan bosquejada que solo queda la subjetividad de cada observador/a. Sí hay mucha más presencia de la idea del «barullo, del festín, del jaleo» de las calles donde Tsung-Lung creció. Esa presencia se palpa en los movimientos de los bailarines que a menudo parecen implosionar, gritar, saltar, celebrar mediante el baile y los colores fluorescentes. Créannos que, con todo, es fácil que uno quiera mirar varias veces a otro lugar que no es el escenario sino la pantalla de su reloj.
Cuando la psicodelia del tramo final impacta, solo un poco, y uno cree que, de pronto ha entrado en un universo estético y argumental algo más penetrable o interesante, ya es demasiado tarde para imbuirse, para una compenetración en el tiempo de descuento y, de manera inevitable, nos iremos del teatro no con la riqueza de un babel dancístico de trece lenguas sino con toda la resaca de un barullo que no esperábamos; con la sensación de no poder practicar semejante caligrafía de lo incomprensible.
13 TONGUES
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes lleguen atraídos por el reclamo de los programas de mano.
Se bajarán a este caballo: Quienes salgan de este Babel con sensación de cacofonía.
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FICHA ARTÍSTICA
Coreografía: CHENG Tsung-lung
Música: LIM Giong
Diseño artístico: HO Chia-hsing
Diseño de iluminación: SHEN Po-hung
Diseño de proyecciones: Ethan WANG
Diseño de vestuario: LIN Bing-hao
Entrenamiento vocal: TSAI Pao-chang
Estrenado el 11 de marzo de 2016, Taiwan International Festival of Arts at National Theater, Taipei, Taiwan Commission National Theater & Concert Hall, Taipei
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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