LA MADRE DE FRANKESTEIN. La guerra interminable

Corren los años 50 y un psiquiatra exiliado en Suiza regresará a España para ejercer en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos. Sus estudios prometedores con una nueva sustancia tal vez puedan ayudar a muchas de las pacientes internas, entre ellas a Aurora Rodríguez Carballeira, mujer bien conocida en el país por haber sido la asesina de su propia hija, Hildegart.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «La madre de Frankestein» que con texto de Almudena Grandes, adaptado de la novela al teatro por Anna Maria Ricart Codina y dirección de Carme Portaceli, nosotros pudimos ver en el Teatro María Guerrero, en Madrid.

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«El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma«.  Esta frase de Bertolt Brecht bien podría serle aplicada a la voluntad artística de Almudena Grandes cuando se embarcó en el galdosiano proyecto de escribir sobre la reciente historia de España relacionada con todo el lodazal de un alzamiento contra un gobierno democrático, una guerra civil, una posguerra y una dictadura demasiado larga que dejarían una impronta espeluznante.

Dentro de la serie de novelas que conforman los «Episodios de una guerra interminable»,  la novela «La madre de Frankestein» es el quinto de la serie (a la espera, según parece, del sexto título que será «Mariano en el Bidasoa», pendiente de ser publicado). Con los seis títulos que acabarían conformando estos «Episodios» (guiño a su admirado Galdós), la escritora madrileña habría empleado a fondo ese martillo del que hablaba Brecht para dar forma ya no solo a una realidad sino a una desmemoria preocupante en torno a los errores cometidos en el pasado de los que cabría preguntarse si hemos aprendido algo a tenor de la existencia de dos relatos que, a día de hoy, aún siguen negándose el uno al otro: el relato de los antifascistas y antifranquistas que lucharon por dejar un país mejor y el de los franquistas y fascistas que, aún, se empeñan en mantener que se alzaron frente a un gobierno ilegítimo (palabra esta que resuena, por desgracia, en nuestros días en boca de nostálgicos del franquismo con cuota de poder institucional).

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Galdós, en sus «Episodios nacionales», lograba hacer el retrato de la historia de una nación, de un pueblo, de una sociedad, sirviéndose de las personas corrientes para mostrarnos cómo las decisiones de los poderosos afectaban a la vida del ciudadano común. Es de él, con seguridad, de quien Grandes se imbuye para mirar a España de la forma en la que también la miró Galdós: con cierto escepticismo, preocupación, de manera combativa, crítica, pero afectuosamente. A Grandes, eso le valdría, como a Galdós, la inquina de muchos (escorados a la derecha y ultraderecha) incapaces de validar el relato incontestable de la España que fue porque, en el fondo, siempre han sabido que quien maneja el relato del pasado, se hace con el relato del presente y del futuro. Cuántos tacharon de polvoriento, costumbrista o reaccionario al escritor canario ya no solo en la dictadura sino en la transición. Cuántos gestos similares de desprecio hemos vivido hacia la autora madrileña de manos de quienes desde el poder institucional, en la derecha/ultraderecha, se negarían a reconocer el talento y la enorme capacidad de la autora. Dos años se cumplirán, en breve, de su muerte y es motivo de celebración que Portaceli y que el Centro Dramático Nacional le rindan homenaje con la adaptación de «La madre de Frankestein» (qué habría escrito, y con qué lucidez, Almudena Grandes, sobre los comentarios de un político de primera línea que criticaba al Presidente Pedro Sánchez por haber acudido a ver una obra llamada «La novia de Frankestein» relacionándolo con toda esa veleidad intelectual de la metáfora de un Gobierno Frankestein).

Sobre el escenario del María Guerrero, en una obra que casi roza las cuatro horas de duración con descanso incluido de quince minutos, un texto absolutamente digno capaz de meterse entre capas y capas de la España que fue este país en los años 50. De hecho, el propio subtítulo del libro de Almudena Grandes, reza así: «Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira en el apogeo de la España nacional católica, Manicomio de Ciempozuelos (Madrid), 1954-1956», quintaesencia de lo que se puede leer en su novela y de lo que se puede ver en escena con esta adaptación estupenda de Anna María Ricart Codina.

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Tal vez las casi cuatro horas, en teatro, supongan un elemento disuasorio para algunos espectadores, pues es cierto que, a priori, imponen. Por suerte el texto avanza fluyendo con interés y las interpretaciones están a la altura y tienen toda la solvencia que uno desearía.

La novela de Grandes es una ficción construida alrededor de hechos históricos reales. Solo algunos personajes son reales, empezando por Aurora Rodríguez Carballeira o los psiquiatras, del régimen franquista, Vallejo-Nájera y López Ibor. La gran mayoría de personajes que atraviesan la obra son ficción (esta era la fórmula que empleaba Galdós) y destacan como protagónicos tres: Aurora Rodríguez Carballeira (personaje basado en el personaje real de la parricida más famosa de España), el psiquiatra Germán Velázquez y la enfermera María, la nieta del jardinero del manicomio (que son pura ficción). La parte de las averiguaciones en torno a Aurora y su estancia en el manicomio de Ciempozuelos es claramente tributaria de la obra «Manuscrito hallado en Ciempozuelos» (2017) de Guillermo Rendueles, una obra con todas las investigaciones que Rendueles pudo hacer sobre los archivos del hospital y que servirían al autor para determinar, con rigor, que Aurora falleció allí a causa de un cáncer.

Dejemos dicho que la obra está estupendamente adaptada (tarea compleja) y que las interpretaciones brillan y dan empaque a la propuesta, pero cuestionemos, también, el por qué la idea de adaptar una obra literaria tan voluminosa al espacio de lo teatral con las consabidas preguntas: ¿Cuál es la motivación si ya existe el texto publicado y además, este, goza de éxito y de un público absolutamente fiel? Entendemos menos todavía el afán de Portaceli por tratar de adaptar grandes clásicos de la literatura universal a lo teatral (he aquí un corolario: Bobary, Jane Eyre, Mrs. Dalloway, La casa de los espítitus y parece que, en estudio, Ana Karenina). Este podría ser un gran debate en torno a la necesidad de apostar por la originalidad y la autoría estrictamente teatral o apostar por revivir en lo teatral obras clásicas de la literatura, adaptándolas, porque ¿mucha gente es más de ver la peli/obra de teatro que de leerse el libro? (debate este que sería ya harina de otro costal).

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En el apartado de interpretaciones, la obra avanza equilibrada con algunas excepciones como la de José Troncoso que nos resulta entre poco o nada convincente. Destacan como protagonistas, en un reparto coral, Blanca Portillo (tractor de la propuesta que encarna a Aurora Rodríguez Carballeira), Pablo Derqui (en el papel del psiquiatra Germán Velázquez que regresa a España desde Suiza para trabajar en el manicomio de Ciempozuelos) y Macarena Sanz (encarnando a María, una enfermera que trabaja en el manicomio y de la que se enamora el tal Velázquez).

Blanca Portillo siempre está solvente. Siempre brilla. Siempre rema a favor de la propuesta. Se impone, por momentos, de forma apabullante,  en algunas escenas: vestida de rojo, en su visita a casa del padre del joven Germán Velázquez antes de que tenga lugar el juicio que la llevará a ingresar, por orden judicial, en el manicomio de Ciempozuelos. Decae algo más en sus aspavientos de la Aurora envejecida, decrépita, con algunos tics un poco repetitivos que le restan originalidad. Pablo Derqui se muestra estable a lo largo de la pieza, como el personaje de una tragedia que se resigna: la tragedia es aceptar que la España a la que ha regresado es gris, triste, intolerante, hostil, cicatera, desgraciada, ultracatólica, pazguata; un puñetero infierno en un Madrid de largas colas del hambre, de pobreza, de miseria, un Madrid homófobo (que ni sabría qué significa esa palabra), misógino, machista, de una moralidad recalcitrantemente infranqueable. Convence con su papel aunque reconozcamos que su personaje parece resignarse con gran facilidad. Por último, Macarena Sanz, lógicamente elegida para el papel de María, una joven que descubre el mundo, que a través de la alfabetización acabará llegando a ese lugar tan doloroso que es el del conocimiento, alejado de la ignorancia en la que siempre le quisieron educar sus abuelos. A Sanz le sale de forma muy genuina toda esa aureola de candidez que ostenta su personaje y cae en gracia, como una Fortunata revisitada.

En la trama se conjuran temas enormemente complejos y el gran problema es intentar desenredarlos todos porque es una imposibilidad en toda regla. Entre esos asuntos que atraviesan la obra están: la homofobia institucionalizada y representada, aquí, en miserables como López Ibor (psiquiatra que apostaba por considerar la homosexualidad como enfermedad y que se empleaba a fondo con lobotomías y electroshocks en este tipo de «desviados». Este personaje impresentable sigue teniendo, a día de hoy, una calle en Madrid). Atraviesa también la obra el dolor de las dos versiones de una España que aún convive con las mismas:  por un lado, la de la España que echaría la culpa a «los rojos» (epítome representado en Vallejo-Nájera, psiquiatra del régimen y, entre otras cuestiones execrables, responsable de los estudios acerca del «gen rojo», que le llevarían pronto a determinar que las mujeres rojas no deberían ser madres y sus hijos mejor deberían pasar a manos de los ricos matrimonios de católicos afines al dogma franquista; hete aquí los orígenes de los bebés robados que se extenderían a lo largo de los años en una España oscura y predeciblemente sumisa y vergonzante) y por otro lado, la de la España que, más pusilánime, supo reconocer que la culpa y la responsabilidad de la guerra y de la pobreza y oscurantismo de nuestro país residía en los franquistas y en el franquismo. En definitiva, demasiados temas a los que unir episodios históricos como el de La Desbandá o el de las terroríficas injerencias de la religión en la cosa pública y la cosa privada llegando, por supuesto, hasta las depauperadas y devastadoras políticas de salud (haciendo hincapié en la inexistente idea de salud mental de los años 50 en una España a la que le quedaban tantas, tantísimas, conquistas por realizar).

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Galdós, en la escritura de sus personajes de los «Episodios nacionales», reivindicaba un afecto y un amor hacia ellos, la mayoría perdedores. Es el mismo rastro que uno puede encontrar en los personajes de las diferentes novelas de Almudena Grandes en su serie de «Episodios de una guerra interminable». Con todo, en  «La madre de Frankestein» los personajes adolecen de alegría.  (Da igual que Portaceli les meta en esa fiesta tipo cabaret posmoderno que solo sirve para aguar la propuesta). Pocos motivos encuentran los personajes para la felicidad en una España invertebrada y bajo palio a no ser en la búsqueda de un amor o, por qué no, del sexo recreativo como ejercicio de amplia libertad individual. Pese a todo, llegado el final, queda la estela de una tristeza relevante que, como espectadores, nos hace abandonar, en cierto modo, la idea de esperanza en favor de la idea de compasión (que no es poca cosa).

Semblanza de la España que fue y ojalá no vuelva nunca. Una España pelele, marioneta de los poderosos, de las jerarquías, de los dogmas más recalcitrantes; una España, sí, pero en absoluto grande y en absoluto libre. Cuántos y cuántas se dolieron y cuántos y cuántas lucharon por dejarnos un país mejor para habitar. Qué menos que la necesaria memoria.

Nos quedamos con esas dos últimas palabras que, rotuladas como un neón imposible de soslayar, finalizan el título de toda la serie de novelas de Almudena Grandes sobre la reciente historia de este país: «Episodios de una guerra interminable«. Esas dos últimas palabras:  «guerra» e «interminable».

 

LA MADRE DE FRANKESTEIN

PUNTUACIÓN:  4 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes deseen acceder al universo de Almudena Grandes en el terreno teatral y emocionarse con una estupenda adaptación.

Se bajarán a este caballo: Quienes confundan a la madre de Frankestein con la novia de Frankestein.

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Texto

Almudena Grandes

Adaptación

Anna Maria Ricart Codina

Dirección

Carme Portaceli

Reparto

Ferran Carvajal, Jordi Collet, Pablo Derqui, David Fernández “Fabu”, Gabriela Flores, Belén Ponce de León, Blanca Portillo, Macarena Sanz y José Troncoso

Espacio escénico

Paco Azorín y Alessandro Arcangeli

Iluminación

David Picazo (AAI)

Vestuario

Carlota Ferrer

Coreografía y movimiento

Ferran Carvajal

Música y espacio sonoro

Jordi Collet

Audiovisuales

Miquel Àngel Raió

Diseño de sonido

Carles Gòmez

Ayudante de dirección

Montse Tixé

Ayudante de iluminación

Daniel Checa

Ayudante de vestuario

María García Concha

Fotografía

Geraldine Leloutre

Vídeo

Bárbara Sánchez Palomero

Editorial Almudena Grandes

Tusquets Editores

Producción

Centro Dramático Nacional y Teatre Nacional de Catalunya

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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