Tres chicas, parientes entre sí, se reúnen después de algún tiempo sin verse. Conversan para ponerse al día y una de ellas les contará una historia que atañe a un familiar común que, tras la guerra civil española, vivió bajo otra identidad: la de un hombre que vio morir asesinado a manos de los vencedores.
Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Las niñas zombies» que, con texto y dirección de Celso Giménez, nosotros hemos podido ver en el Centro de Cultura Contemporánea CondeDuque, en Madrid.

La premisa de la obra podría sostenerse en una pregunta: ¿heredamos los traumas de nuestro árbol genealógico? El propio autor cabalga su propio tigre en esta pieza que trata de explorar esa epigenética propia que le llevará a indagar en una figura de su pasado: un hermano de su abuela que viviría, durante muchos años, bajo la identidad de otra persona asesinada en la guerra civil española. Junto a esta pregunta, la idea que atraviesa la obra se encuentra en torno al qué y cuánto sabemos de las historias que han vivido nuestros antepasados más recientes.
¿Qué saben de sus abuelos/as y bisabuelos/as las generaciones que les han sucedido? Tal vez hayan oído historias y relatos contados por sus padres/madres u otros familiares y tal vez ante esas historias hayan reaccionado con interés o con indiferencia, con perplejidad porque no eran contadas desde Tik Tok o porque ocupaban más de ciento cuarenta caracteres. Este ángulo, desde el que observar y revisar la historia (social y política) a través de nuestra propia historia, es interesante y recala en lugares tal vez menos hollados que otros muchas veces vistos en relatos en torno a la guerra civil española.
No dejaremos de decir que es fundamental la memoria histórica para fortalecer una democracia que, en los tiempos que corren, se expone a negacionismos y revisionismos, censuras y reformulaciones que ponen los pelos de punta. Por este motivo, diremos que la mirada de esta pieza, en su planteamiento de partida, nos resulta muy atractiva. Por desgracia, a medida que avanza el relato, la fuerza de la premisa se debilita y merma significativamente hasta su desenlace.

El problema reside en la sensación de que hay cosas que se cuentan que son absolutamente prescindibles, como elementos de ruido que nada aportan al drama (ni siquiera humor o ironía). Entre estos elementos nos encontramos con un prólogo que redunda en las mismas ideas una y otra vez, demasiado poetizado como para servir de elemento explicativo o narrativo y estirado hasta compadecerse con una suerte de horror vacui del autor.
Por otro lado, buena parte de las conversaciones entre las tres protagonistas giran alrededor de veleidades tan insignificantes que pareciera que estuviésemos ante un «Jarama» Ferlosiano posmoderno con similar futilidad en el contenido de los diálogos. Mención expresa a dos elementos: la conversación en el tejado de la casa que solo podemos entender como relleno de un pastel que no termina de tomar volumen por otros medios y esa coreografía con Beyoncé (canción entera en escena) que solo logramos asimilar como ejercicio de sororidad y empoderamiento de la Generación Y confrontándose con las durezas, implícitas, de la generación de los Baby Boomers o como explicación de la indiferencia intergeneracional respecto de los traumas que heredamos: mientras ellas bailan, sus genes permanecen intactos, con la impronta de las vicisitudes de sus antecesores. O tal vez, bailar sin reparos, sin pudores, sea el remedio más sanador que logre restaurar el daño adquirido por un cúmulo de errores genéticos que nos pueden llevar a sentirnos frágiles, vulnerables, con un tremendo miedo a vivir, ¿no? Bueno, digamos que sobre lo de sentirnos frágiles, vulnerables y temerosos también influyen, seguramente con más poder, la precariedad laboral de nuestros días, la inflación, los precios de la vivienda, el ascenso de la ultra derecha, los recortes en derechos y libertades, el cambio climático, etcétera antes que tener, en nuestro árbol genealógico, un abuelo o bisabuelo que para seguir vivo, en su día, tuviese que apropiarse de la identidad de otra persona asesinada en la guerra civil.

El apartado escénico resulta curioso, pero poco sorpresivo aunque contribuya con eficacia a la separación de las dos historias que se distinguen en la pieza: la del presente Beyonceniano y la del pasado guerracivilista. Tramo final narrado y trufado de efectos de humo y luces para explicar la historia del pariente de las tres muchachas; historia a la que, con toda franqueza, le falta el andamiaje, el envolvente de la emoción que nunca llega.
Las tres actrices hacen lo que pueden por imbuirse del estado de ánimo y el sentir de tres personajes nada poliédricos y planos en lo que podemos esperar con relación a sus arcos interpretativos. De las tres, la actriz Natalia Fernandes nos aparta de su personaje situado en un tono entre paternalista y naíf que, lo reconocemos, nos rechina.
Podemos aceptar la metáfora que encierra la pieza en torno a la zombificación de los afectos, de las memorias, de modo que nos convertimos en seres que propenden al olvido o, mejor dicho, a la fuga, a la disociación antes que a la mirada atenta a nuestro pasado, a nuestra herencia; antes que a la reflexión sosegada y a la indagación acerca de dónde venimos y de dónde proceden muchos de los patrones que perpetuamos. Nos parece importante y le elogiamos a la pieza este enfoque como premisa de partida. Ahora bien, debemos señalar que no terminamos de ver que esto se sustancie o se compadezca demasiado con la historia que vemos en escena más que, si se quiere, de un modo superficial y esquemático que no acaba de subrayar la fuerza de la epigenética, o dicho de otro modo, la indiscutible muesca de los traumas que heredamos.
LAS NIÑAS ZOMBIES
PUNTUACIÓN: 2 CABALLOS (Sobre cinco).
Se subirán a este caballo: Quienes gusten de miradas pos-modernas sobre la Guerra Civil
Se bajarán a este caballo: Quienes desearían que la emoción superase apareciese por algún lugar.
***
FICHA ARTÍSTICA
-
Creación: Celso Giménez
-
En escena: Natalia Fernandes, Teresa Garzón, Belén Martí Lluch
-
Coordinación técnica: Roberto Baldinelli
-
Ayudantía de dirección: Iván Mozetich
-
Escenografía y vestuario: Marcos Morau
-
Iluminación: Alván Prado
-
Vídeo y cachivaches: Albert Coma
-
Espacio sonoro: Adolfo García
-
Producción: Ana Botía, Alicia Calôt y Elena Barrera
-
Realización de escenografía: David Pascual
-
Construcción de escenografía: Ou
-
Realización mobiliario: Mundo Prieto
-
Narrador: Celso Giménez
-
Voz teléfono: Nacho Sánchez
-
Distribución y comunicación: Art Republic (Iva Horvat y Élise Garriga)
-
Prensa: Paloma Fidalgo
-
Fotografía y diseño gráfico: Mario Zamora
-
Cómplices en el crimen: Itsaso Arana y Violeta Gil
-
Agradecimientos: Mamen Adeva, Laia Ateca, Tanya Beyeler, Xavier Bobés, Max Brooks, Sergi Casero, Gabi Careto, Andrea Chapela, Olivia Delcán, Manuel Egozkue, Patricia Ferro, Tony Gallego, José Giménez, Pablo Gisbert, Marjan Gjorsheski, Elena Gómez, Aurora García, André Pronk, Pucho, Rafa Rodríguez, Nuria Román, Jorge Sevillano, Elif Shafak, Sara Toledo, Carlota Wilmshurst, María Jesús Zamora, Miguel Ángel Villanueva y Covadonga Villanueva
-
– Una producción del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque, Festival Grec, Grand Theatre de Groningen, Noorderzon Festival, MA Scène Nationale de Montbéliard y La tristura
***
Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
Síguenos en Facebook: https://www.facebook.com/www.mireinoporuncaballo.blog
Y en Instagram: https://www.instagram.com/mireinopor/
