CRISTO ESTÁ EN TINDER. La cualidad de lo ajeno.

Tres personajes en escena representan diferentes roles que encarnarán, con ironía, diversas formas de habitar las redes sociales en nuestros días.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la pieza «Cristo está en Tinder» que, con texto, dirección y espacio escénico a cargo de Rodrigo García, nosotros pudimos ver en el Teatro de La Abadía, en Madrid.

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Tres años después de su paso más reciente por los escenarios españoles, eran muchos/as quienes querían ver el nuevo trabajo de García con título sugerente que prometía performance de la buena. Mala leche de la buena (perdón por la contradicción en términos); esa manera de decir que tiene el autor poetizando lo prosaico y haciendo soltar por boca de sus personajes/rapsodas cosas despreciables para que en las butacas nos sintamos incómodos/as o forzados/as a alguna mueca, a algún gesto de análisis. Este es su principal valor. El valor de la provocación. Del pensamiento

Rodrigo García representa a ese tipo de teatro que todavía se atreve a investirse de «destroyer«, de «in yer face«, trabajando las formas, las imágenes y la palabra aunque sintamos decir que en esta nueva propuesta, formas, imágenes y palabra no nos conducen a ningún lugar que no hayamos visto antes mil veces e incluso mejor radiografiado (en cine, teatro, literatura). Hay un exceso de lo performativo cayendo en lo veleidoso, en lo fútil, lo hueco. ¿Ofrecen sus imágenes, sus formas, sus palabras, una reflexión acerca del mundo en que vivimos? ¿Acerca de su/nuestra relación con las nuevas tecnologías, con las redes sociales? ¿Acerca de la incomunicación propiciada por lo tecnológico? ¿Acerca de cómo lo tecnológico se adentra en la psique humana y la coloniza? No. Todo dependerá, obviamente, de quien mira, pero para mí, no.

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Decía Roberto Saviano, en una entrevista, que las imágenes son cruciales porque pueden transformar la realidad. Hablaba de que la mafia de la Camorra italiana copiaba ahora el estilo de los mafiosos de Tarantino al empuñar la pistola (no disparan ya con el revolver tal y como el cine clásico nos muestra, con el pulgar hacía arriba y la palma de la mano tiesa para arriba y en ángulo recto, sino con la palma de la mano tumbada imitando a los tipos que salen en las pelis de Quentin Tarantino). No es que el teatro goce del poder de las imágenes que ostenta el cine, pero, al teatro, también se le pide que sea espacio de reflexión, de cambio, de transformación; espacio que deje imágenes y pensamientos en sus espectadores/as, acicate crítico de la realidad que nos rodea (si exceptuamos, claro, todo ese  teatro adocenado y de corta y pega que tanto abunda y que no desea, en absoluto, meterse en semejantes berenjenales).

Entendemos que el teatro de García es más próximo a la reflexión, a la crítica, a la mordacidad, a la ironía, a la apelación a los instintos y la mala baba. Y, sin embargo, me pregunto por qué me sentí, entre el público, como uno de los personajes de esa película de Ruben Östlund (The Square) en la que un hombre que imita a un mono, revienta los convencionalismos de los asistentes a un cóctel. Yo, sentado en las butacas de La Abadía, contemplaba todo el despliegue de «Cristo está en Tinder» y no veía al hombre imitando a un simio que me hiciese revolverme en mi asiento. Solo una sucesión de textos (algunos con más punch y atractivo que otros) e imágenes fácilmente olvidables así como ejercicios de danza/coreografías epítome del bostezo y la mirada furtiva al reloj.

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Una vez que has visto a Tito, el perro robot, por tercera vez en escena reproduciendo el mismo esquema recurrente, su efecto crea un anticlímax. Una vez que ves, de nuevo, las video-creaciones en las que se presentan los personajes casi a modo de un retro «Mortal Kombat» suavizado, empiezas a sentir que el mensaje se comienza a diluirse.

Que sí, que claro que Rodrigo García escribe cojonudamente (brillantemente, para ser más pulcros), pero no es suficiente en este caso porque muchas partes del texto que nos ofrece en esta pieza se vuelven repetitivas, carecen de una profundidad aplastante. El discurso de un niño en torno a la sexualidad y la misoginia hacia su profesora de primaria no nos lleva a un lugar que se encuentre más allá de la provocación por la provocación (y a estas alturas, hasta los vetustos ejercicios de Juan Manuel de Prada, en el año 1994, sobre «coños» nos resultan más originales, posmodernos y con mayor sensibilidad camp).

Hay unas cuantas frases en el diario de Tito, el perro robot, que nos seducen. Frases que caen sobre nosotros como haikus, directas, redondas, bien atadas y de esas que echan un guijarro al estanque en calma de nuestros pensamientos. También otras ocasiones que merecen mucho la pena, a lo largo de la obra, pero es más aquello que nos saca de la pieza que lo que nos imbuye en ella. Especialmente nos hacen salir los momentos de coreografías (llamados «cuerpos ajenos») pues terminan por parecernos rellenos impostados sin una estrategia meditada (aunque intuimos que la hay). Las dos actrices y el actor hacen lo posible por acompasarse genuinamente y fluir en estas transiciones donde los cuerpos son protagónicos (o más agónicos) y asistimos a una suerte de ceremonia de la confusión en la que caben tanto el perro robot como números de danzas fallidas sobre patatas fritas.

Las actrices y el actor están equilibrados y se hacen cargo con brío de sus diferentes roles siendo versátiles y disciplinados, pero la emoción, (que tal vez no deberíamos esperar) no llega dado que la pieza opta por el desapego y la abstracción en su afán por desarrollarse no como una historia  sino como una tesis disertada.

De las palabras ajenas y los cuerpos ajenos que conforman esta experiencia de «Cristo está en Tinder» (que podría equivaler a decir que «En Tinder está todo Cristo»), nos quedamos con la pureza de la cualidad que más se repite: la cualidad de lo ajeno, pues fue así como la propuesta recalaría en quien esto ha escrito.

CRISTO ESTÁ EN TINDER.

PUNTUACIÓN:  3 CABALLOS (Sobre cinco).

Se subirán a este caballo: Quienes gusten de un teatro que se siente más cómodo en la abstracción performativa.

Se bajarán a este caballo: Quienes esperasen que las palabras y las formas se transformasen en alguna emoción.

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FICHA ARTÍSTICA

Texto, dirección y espacio escénico: Rodrigo García

Reparto: Elisa Forcano, Selam Ortega, Javier Pedreira y Carlos Pulpón

Iluminación: Carlos Marquerie

Realización audiovisual: Daniel Iturbe

Edición y montaje audiovisual: Arturo Iturbe

Producción: Teatro de La Abadía en coproducción con Festival Actoral (Marsella) y Festival Next (Valenciennes) y con la colaboración de Temporada Alta (Girona), Bonlieu Scéne Nationale Annecy y Teatros Municipales de Praga

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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo

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