Dos personajes, en escena, tratan de analizar, por medio de un simulacro de conversaciones, de dónde procede el lenguaje y cómo el habla tiene mucho de inefable.
Esta podría ser una sinopsis de la obra «Los que hablan» que, con texto y dirección de Pablo Rosal, interpretada por Malena Alterio y Luis Bermejo, nosotros hemos podido ver en el Teatro del Barrio, en Madrid.
Si habéis visto la maravillosa película de Kubrick «2001: una odisea en el espacio», recordareis la célebre escena del mono y el hueso. Esa es la escena que me ha venido a la cabeza tras asistir a un pase de la obra «Los que hablan». Como referencia cultural, no es moco de pavo, pero en este caso la asociación ha tenido que ver con la idea de descubrimiento que resuena en ambos códigos. En la escena de la cinta de Kubrick, el líder de los primates, tras toquetear el monolito, se hace con un hueso y comienza a moverlo y a golpear a un animal muerto cercano. El mono, una vez que toma el hueso tiene esa suerte de insight por medio del que adquiere conciencia del poder que el hueso puede llegar a tener: nada menos que el hecho de convertirse en un arma. Para no caer en un exceso de digresión, diré que algo similar les ocurre a los dos personajes de la obra de Rosal: el y ella, se hacen conscientes del lenguaje, de su misteriosa gestación y de sus propiedades. De sus cualidades y de su poder.
Mas allá de este primer fogonazo evocador, hay en esta pieza un intento, cuasi de hazaña Wittgensteiniana, por penetrar en los pliegues del lenguaje, en sus recovecos y metacomunicar. Tiene mucho más de academicista, de ensayístico que de dramatúrgico dadas las coordenadas en las que ambos personajes han de moverse, asomados al vértigo del asombro, al abismo, rayano con lo psicótico, de analizar exhaustivamente el acto de pensar (previo al acto de hablar). Todo lenguaje, antes es pensamiento. Emerge de ese lugar equívoco que son los impulsos nerviosos. Pensar en cómo pensamos nos recuerda a la historia del ciempiés que se quedó paralizado al intentar hacerse cargo de cómo conseguía mover sus cien patitas al unísono. Mucha indagación y filosofía analítica camuflada de trama esperpéntica, paroxística, catártica, humorística (pero Wittgenstein was here). Hay enjundia y eso, a mí, me gusta. Lo mejor del texto, amén de sus sesudas elucubraciones en torno a los actos del habla, es que, para quién no desee ir más allá de su superficie, también puede ser leído en clave de puro entretenimiento con dos excelentes interpretaciones: ágiles, bien dirigidas, colmadas de aciertos.
El texto es estupendo. Un trabajo de orfebre enloquecido; de relojero meticuloso con cada detalle. Tal vez, lo peor sea que, dado que el trabajo se transforma en absolutamente rizomático, y por mucho que el autor sepa hacia dónde va y dónde/cómo acabará su historia, a veces, yo, como espectador, sí he tenido la sensación de desnortado, de estar contemplando una especie de bolso de Mary Poppins en el que siguen saliendo palabras y más palabras sin otra pretensión que la del rizar el rizo.
Wittgenstein decía que le preocupaba que, con mucha frecuencia, los seres humanos tratamos de expresar lo “indecible” o pensar lo “impensable». ¿Será el acto de Rosal un desafío, un pulso, a esta preocupación del pensador austríaco? O simplemente, ¿un intento autoral de ir más allá del Rubicón lingüístico asumiendo, a priori, el coste de las consecuencias? Acto arriesgado, sí, que logra con nota, pues, además, Pabro Rosal dirige a los dos intérpretes que han interiorizado muy bien un texto repleto de aristas, de meandros, de insinuaciones y de gestión ímproba de un diálogo interno. Ambos, Malena Alterio y Luis Bermejo se muestran brillantes, excesivos, exultantes: poseen todos los recursos necesarios para dotar de sentido a la propuesta. Y es curioso que ambos, sentados en dos sillas, prácticamente, toda la función, no desechan el gesto, el aspaviento; ese otro código no verbal que, los humanos, jamás podremos abandonar y que acompaña a la palabra.
He aquí, en «Los que hablan», la búsqueda de lo que no puede ser buscado, la enunciación de lo que no parece poder ser enunciado, el intento por comprender lo que, aún , parece incomprensible. ¿Puede, acaso, haber una ambición más humana que esta?
Dicen, quienes entienden del asunto, que hace miles de años, cuando alguien salía a explorar y encontraba comida, tenía que poder regresar a su comunidad y comunicar dónde estaba el alimento encontrado. Así, surgiría la necesidad de hablar. Cuánto hemos evolucionado hasta la fecha.
Cierto es que también dice Morten Christiansen, profesor de Psicología en la Universidad de Cornell, Nueva York, que se ha podido observar, tras varios estudios, que «el lenguaje surge de la nada«. Y como si la nada fuese un lugar en el que poder aterrizar una sonda espacial para auscultar el habla y a los hablantes/habladores, así, procede Pablo Rosal por mucho que, seguro, conozca bien aquel famoso aserto de Wittgenstein que rezaba: «De lo que no se puede hablar, se debe callar«.
LOS QUE HABLAN
PUNTUACIÓN: 3 CABALLOS Y 1 PONI (Sobre 5)
Se subirán a este caballo: Quienes gusten de un texto estupendo, con raigambre filosófica, y dos interpretaciones a la altura.
Se bajarán de este caballo: Quienes deseasen del andamiaje textual de la pieza, menos propensión al rizoma.
FICHA ARTÍSTICA
Texto y dirección: Pablo Rosal
Intérpretes: Malena Alterio & Luis Bermejo
Mirada plástica y vestuario: Almudena Bautista
Producción artística: Ana Belén Santiago
Fotografía: Laura Ortega
Ayudante de producción: Lucía Rico
Diseño de iluminación: Valentín Álvarez
Técnica: Tony Sánchez
Una producción de TEATRO DEL BARRIO
Gerencia: Ana Camacho / Comunicación: Katia Barba / Redes: Ka Penichet / Administración: Marysa Martínez / Taquilla y web: Fran Barragán
Con la colaboración de la Comunidad de Madrid. Con la colaboración del Teatro de la Abadía. Con la ayuda del Teatro Español
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Una crítica de Mi Reino Por Un Caballo
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